¡La verdad al desnudo!

NIETOS SIN ANESTESIA
Su verdad al desnudo
Los nietos son una maravilla; pero no los pongas a definir entre si eres feo, gordo o viejo, porque ellos no separan adjetivos y resultas siendo todo eso y aún más.
Ya llevo mucho tiempo contando cosas en tus historias, dijo Chepe. Ahora te toca a vos, José Carlos. Vos que te mantenés diciendo que tus nietos te quieren mucho, contános anécdotas divertidas de algunos de ellos.
Pues, sí, hombre Chepe. Los nietos son muy bellos, pero, sin quererlo, son a veces tan directos que se convierten en una prueba de resistencia para mi ya ajado corazón:
Imagináte que mi nieto Ángel, entonces de tres años, cuando estaba cargándolo en mis brazos, comenzó a mirarme atentamente la cabeza, la nariz, el cuello, para decirme así, sin anestesia:
– ¿Y usted cuándo se va a morir pues, papito?
Todavía sin reponerme del golpe directo a mi Ego, le pregunté con una sonrisa que casi no me salía del rostro de algo más de cincuenta añitos:
¿Y es que me está viendo muy viejito o qué, mijo?
-Sí; muérase ya. Mire cómo está de arrugadito; todo cambo (por calvo) y, con el bozo todo gris.
-Bueno pues. ¿Y para qué quiere que me muera?
-Para que se vaya para el cielo a ver a Dios y a los ángeles, –me dijo con una seguridad y serenidad pasmosa.
-El cielo puede esperar, mijito. Que no se afanen que un día, ojalá muy lejano, allá les llegaré, Dios mediante. -Le dije con los ojos encharcados y, desanimado, lo bajé al piso para que se fuera jugar con los de su edad.
¡Qué bacano! ¡Te fue como regular! Contáme más, que esto está como bueno.
Pero ahí no para la cosa, hombre Chepe. Estaba yo, su papito, leyéndole a Pablo, por entonces de unos seis años, un relato de El Señor de los Anillos, y de pronto, sentí que ya no me estaba poniendo atención y que literalmente, me estaba mirando de lados.
Yo tenía algunos efectos secundarios del Cóvid Ómicron que me había atacado y por tanto estaba aún muy delgado físicamente. Pablito me contemplaba leyendo y los pliegues de mi garganta lo cuestionaron y, así, sin más ni más me disparó esta desgarradora deducción:
-¡Papito; usted se parece a una iguana!
Tratando de no dar importancia a lo dicho, le contesté que sí estaba flaco pero que engordaría con el tiempo y continué leyendo como si nada; porque si no, viendo mis pliegues, de seguro habría terminado comparándome con un buitre, un pisco, un gallinazo o hasta con una cabeza de tortuga y lo malo era que hasta razón tendría en ese momento.
–Contáme otra, que esto está como doloroso, pero divertido, hombre José Carlos:
Listo, pues. Estaba yo, el papito, con la familia de uno de mis hijos en un centro comercial y mientras esperaba un tinto en un pasillo, me senté con Juanita, de 5 años. Comenzamos a hablar de colores de piel humana y me habló de la piel blanca, la negra, la amarilla ¡y la verde!
Le dije que no conocía piel verde sino en las películas del Hombre Increíble.
De pronto, mirándome las manos y viendo mis venas brotadas y casi transparentes, me dijo, así, sin dolor en el alma:
-Mire, papito que sí; sus manos son verdes por encima. Tuve que decirle que sí; porque efectivamente, esa era el color tenue que mostraban mis brotadas venas. Ahí comencé a entender por qué dicen que a veces nos volvemos viejitos verdes y lloré amargamente.
Qué pecao de vos; pero seguí contándome que esto está como bueno.
Pues si las anteriores te gustaron, esta te va a encantar, aunque la víctima sea yo:
Pablito, otra vez Pablito, de cinco años llegaba a nuestro apartamento y lo primero que hacía era correr muebles y mesas para hacer una cancha para cobrar penaltis. Yo, su papito, era también feliz jugando con él porque era su preferido y mejor entrenador, pero…
Cierto día tenía que suspender el juego porque saldrían para otra casa; se puso a llorar y su papá, por consolarlo, le dijo:
-Pablito, tranquilo que en el sitio a donde vamos, también hay niños y podrá seguir jugando muy delicioso.
Yo me sentía muy complacido de ser el preferido de mi nieto y miraba para el horizonte todo orgulloso. Pero el niño no paró de llorar, sino que, sin miramientos, nos dijo a todos:
– ¡Es que esos niños sí saben jugar!
– ¿Y dónde voy a encontrar a otro más malo para jugar, que mi papito?
Todo esto me confirma que mis nietos creen que soy la cosa más vieja del mundo. Y después de una o dos horas con ellos, yo también lo creo.
Pero también hay casos inauditos de solidaridad; escuchá lo que te voy a contar, Chepe:
Estaba nuestra nuera Johana ayudando a hacer una tarea a su hijita Ana Sofía. Como si se hubieran puesto de acuerdo, las mellizas Susana e Isabel de año y medio, junto con Juanita de tres años, comenzaron a llorar y llorar, pegadas de la mamá, que, como dijimos, estaba muy ocupada en clase virtual.
Lloraban tanto y tan duro, que Johana no tuvo otra opción que coger a las mellizas y, para calmarlas, colocar a cada una en sus piernas; ellas se tranquilizaron, pero Juanita seguía llorando y llorando hasta que la mamá le preguntó que por qué lloraba. Ella, entre lágrimas, le contestó que quería que también la cargara, como a las mellizas.
No se sabe cómo entendió, pero, de inmediato, como movida por un resorte o por una fuerza superior, Susana se bajó de la pierna de su mamá y le indicó con la mano a Juanita que se subiera al sitio de donde ella se había bajado. Recordemos que sólo tenía año y medio, cuando justamente, el egoísmo se apodera tanto de los niños. Toda una ternurita.
Y no me sigás dando bomba con más temas que a lo último me vas a tener que llevar al psiquiatra porque ya no tengo paciencia para más “verdades” de mis nietos.
Medellín, junio 20 de 2025

José Carlos
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